lunes, 30 de mayo de 2011

Margarita Vidal viaja en el Subte B

Por Nadia Rosero
(31 de mayo, Buenos Aires, 2011)

Me dicen Margarita Vidal tengo veintidós años nací en el ochenta y nueve. Mi cuerpo es delgado y alargado parecido al de una Jirafa. Mis cabellos son negros, rizados, mis ojos color miel. Hoy me levante de la cama temprano. Voy al baño, me lavo la cara, me cepillo los dientes, me miro al espejo para reconocer un pedazo difuso de mi misma. Entre dormida, despierta agarro la llave de casa y salgo a la calle. Aturdida en pijama camino por las calles de Buenos Aires. Mi pies desnudos se mezclan con los vidrios del suelo. Siento el polvo de las calles, el olor a mierda de perros, pequeñas lagunas de agua mojan la superficie de las veredas. Paso por el kiosco sin muchas ganas de nada, me detengo en la vitrina de la librería para ver los ejemplares nuevos. Ahora estoy cerca del almacén de ropa interior femenina. Sería bueno renovar el ropero, pienso. Una música espontánea llega a mis oídos cuando veo los acetatos de Gardel más adelante. Me acuerdo por momentos de Ángel. Mi pijama transparente, mis piernas alargadas. Camino sin saber a dónde ir. La brisa me transporta a una calle de semáforos coloridos. El sonido de vehículos es estridente. Sombras de personas ausentes pasan continuamente. Detengo mis pasos, el aire me suspende entre la calle y los edificios. El bullicio de letreros me aprisiona los ojos. De pronto mi mirada se congela en una figura masculina, huesos delgados y largos, camiseta roja y rizos cortos. Es tan parecido a Ángel, pienso. La prisa lleva al individuo lejos a cada paso que da. Sus pies flotan con cierta musicalidad. Gira por una esquina cercana. Lo sigo sigilosamente con cierto temor y ansiedad. Mi corazón late fuerte. Sigo viendo su espaldas. Entra a una panadería, le espero. Sale con una funda blanca plástica, parece pan ¿Quién sabe? Siento pudor por esta situación. Mi mano se queda suspendida en el filo de la ventana del Cabo café de la esquina. Giramos en círculos. Cruza la calle con ligereza, el semáforo está en verde. Los vehículos aceleran su paso sin dejarme cruzar. La imagen de Ángel es lejana, fría y distante. Cada latido de mi corazón, un segundo más lejos. El sigue en línea recta, lo miro de lejos. Y mis pies me aprisionan al cemento ¡Cruzar sería un suicidio! Otros transeúntes esperan igual que yo. Espero, no con la misma impaciencia. ¿Como decirle a Ángel que no se aleje? Un grito silencioso se me atora en la garganta y estrangula mi esperanza ¡Maldito semáforo, cambia de color! Por fin puedo cruzar cuando el muñequito de piernas abiertas cambia a un blanquecino pálido. Un animal salvaje se apodera de mi. Corro, como si fuera a cazarme esta ciudad devoradora con una flecha. Corro, corro, corro. Nadie me puede detener. Mis pies se amortiguan, casi no los siento. La calle es toda mía. Mi corazón se acelera, mi respiración es repetitiva y entrecortada. Me sudan las manos. De un frenazo me detengo. Lo vuelvo a ver como si nada. Continúo por la calle Sánchez de Bustamante. Un imán alegre me lleva hacia él. Ángel entra en una librería transita con su funda plástica; cargado de libros. Un enigma de letras lejanas y dispersas percibo de lejos. Sigue de espaldas ¿Será Ángel? Qué ansiedad la mía, aún no veo su rostro. Regresa a la calle corrientes y baja por la escalera del Subte B de letrero rojo. Nuevamente cruzo la calle. Estoy en la entrada del subte, un joven de gorro detiene mi paso para darme una hoja para aprender inglés. ¿Aprender Inglés? Pequeñas palpitaciones de alegría me invaden, cuando sigo las huellas que deja en el piso ¡Mi pequeño Ángel! Bajo las gradas y sigo el laberinto subterráneo. No pierdo de vista su camiseta roja. Su espalda se vuelve seductora.
Llego a un pasaje largo, un cartonero duerme un sueño profundo en un colchón de penas. Un nudo de periódicos viejos lo envuelve. Sigo por la derecha, varios desayunan bocaditos de medio día con bastante placer. En el centro maniquíes mutilados, piernas boca abajo muestran medias brocadas de moda.
Al fondo veo una boletería para cargar peajes. No tengo tiempo de sacar un boleto. Distraigo a los guardias de seguridad y me paso. El dinero atora la felicidad, no tengo que dar explicaciones de mi vida, me digo a mi misma. Llego a la escalera eléctrica ¡Maldita sea, cocodrilos enormes, deténganse de una vez! Me trabo y me destrabo momentos antes de dar el primer paso. Regresan mis miedos de infancia. Me van a comer los cocodrilos. ¡Tengo miedo! Mi pies desnudos se diluyen entre sus dientes en esta escalera eléctrica. Un remolino de gente está por llegar. Al fondo, una mujer de cabellos largos lleva su bebé en brazos. Llanto incontenible de la madre por una míseras monedas, su criatura amamanta un biberón de Coca cola. Cargo de conciencia interior, sentimiento de culpabilidad. Cierro los ojos, bajo. Respiro, respiro llego al otro lado de la escalera. La madre y su bebé me reclaman en silencio. Llego al corredor de la parada. Ángel camina tranquilo hacia el fondo, su sombra se aleja. El corredor es largo, infinito. Iluminado de un amarillo intenso. En el centro hay un agujero lúgubre una fosa profunda… Un espejo doble refleja e invierte de norte a sur a las pasajeros que esperan en el andén del frente.

Ángel está parado en el filo, con impaciencia mueve un poco su pie y mira de reojo el reloj junto a la televisión en el aire. Hablarle parece tarea imposible. Pienso, hace mucho que no veo a Ángel. Cierro los ojos y recuerdo pequeños fragmentos. Su huella húmeda en mi almohada. Su cuerpo frente al mío. Su respiración que emerge del interior de la sábana. La sensación de calor, el placer que provoca su cabeza en mi falda. Cuando se despide con una tacita de café en la mano. Recuerdo súbitamente el día en que sus lágrimas caían, la pena acariciaba su corazón. Compartía sus secretos de infancia conmigo y eso me daba tanta ternura, felicidad y complicidad. Le acariciaba en silencio con abrazos inextinguibles. Quería calmar su soledad del pasado ¿Seguro es Ángel?¿Es él, es él? El viento del destino lo trae de regreso ¿Es él que se fue, el que llega, el que está, el que aparece, el que esperaba? No lo sé. Sigue de espaldas puedo ver un cuarto de su perfil. Un sonido grave anuncia la llegada del subte. Las puertas se abren. La incertidumbre me aprisiona. Ángel ingresa al vagón antes que yo. Este atolladero me lleva de derecha a izquierda, un remolino de pasajeros con deseos de bajar y subir para llegar a casa ¿Quién sabe? Se cierra la puerta, trato de acomodarme en un espacio reducido. Un miedo gigante me paraliza estoy tan cerca. Me quedo suspendida en el aire ¿Cuál es el principio de esta película, el medio?, ¿tendrá un buen final? Finjo no verlo. El suspenso sostiene a la catástrofe… ¿Qué hago ahora? Tan cerca y tan lejos a la vez. El vagón se detiene en Uruguay. El tiempo es un halo de confusiones intermitentes. Se bifurcan el pasado con el futuro, cada vez que se abre y se cierra la puerta. Los kilómetros se reducen a centímetros ¿Será o no Ángel? Se vira para sentarse. Estamos en Callao. Veo su rostro al fin entre la multitud de cuerpos que se tambalean a su alrededor. Una lágrima nubla mis pupilas. Ligeras gotas invisibles caen. No quiero que mire mis ojos de animal degollado, frágil y sensible. Un laguito de agua se forma en el suelo. Me orine. El está tan seguro de si mismo. Dudo que me reconozca, hace tanto tiempo que no lo miro. Ahora paramos en Pasteur, la anciana de joroba y canas luminosas con su bolsito se baja lentamente. El lugar queda vacío, unas maripositas recorren mi barriga. Me siento y simulo no verlo, ¡ Otra vez! Lo percibo con el rabillo del ojo. Su respiración y cercanía me produce calor. El está obnubilado en sus pensamientos. No tiene curiosidad por mí. El calor envuelve nuestros cuerpos en una burbuja de cristal imperceptible. Estamos en Pueyrredón, miramos al frente como fantasmas. Quisiera golpearle al viento para sacarlo de ese lugar. Noto levemente que ha envejecido. Estoy más cerca de lo que piensas, le digo en un conjunto de palabras silenciosas que no salen de mi boca ¡Recelo total! Permanecemos juntos en este viaje subterráneo de personas que cambian continuamente ¿ Cambiaríamos nosotros? De Medrano llegamos a la parada de Ángel Gallardo. Las puertas se abren nuevamente. El mundo se mueve en cámara lenta. Una lluvia de balas rebota contra los metales, agujeros de fuego se dibujan en los cuerpos de ángeles que caen de los techos. Se estrellan como fichas de ajedrez. Intento reconocer sus rostros, no lo logro. El sonido taladra mis oídos. A través de la ventana veo una cueva negra entrecortada. Una tempestad de alfileres venenosos nos picotean con ansiedad el cuerpo para dejarnos secos y sin aliento. Me pongo como escudo para protegerte. Ángel me mira abruptamente las palabras no le salen de la boca. Una mirada dubitativa se suspende en el espacio. Rebotamos en una colchoneta de vida y muerte, pequeños espasmos. Mi cuerpo se debilita arrastro sangre por las paredes. Soy una muñequita fragmentada de sangre caliente que se coagula. Mis labios se ponen morados, un leve temblor se apodera de mi boca, las vellosidades de mi brazos se paran de punta. Mis ojeras evidencian palidez, la azúcar de mi cuerpo baja. Miro a Ángel que se desvanece, capullo herido en mis brazos, ave frágil sin hogar. Apenas puedo tocarle. Caigo en un espasmo final a su lado. El vagón sigue detenido. Unas manos violentas arrastran nuestros cuerpos. Pierdo la conciencia. Abro los ojos son las 3.30 de la mañana todo sigue oscuro. Sigo en la misma habitación. Un vientecillo helado recorre mi cuerpo ¡Pesadilla infernal! Me tranquilizo cuando toco los cabellos de Ángel. Está dormido en mi cama y sigue enseñándome su espalda.